En un mundo que nos empuja a pulir cada arista hasta el agotamiento, Morleys llega desde Sevilla con un debut que no solo abraza el caos, sino que lo convierte en su bandera. «Hacerlo mal«, el primer larga duración del proyecto liderado por este artista de raíces andaluzas y mirada anglosajona, es un manifiesto de imperfección que resuena como un grito liberador en medio de la tiranía de la productividad. Aquí no hay pretensiones de trascendencia cósmica ni grandes tratados filosóficos; en su lugar, Morleys ofrece un puñado de canciones que destilan honestidad, ironía y un indie rock tan pegajoso como desaliñado. Es un disco que no teme tropezar, y en ese tropiezo encuentra su mayor fortaleza.
El álbum arranca con el riff afilado y urgente de su tema, ‘Me da miedo la gente normal‘, una pieza que encapsula el espíritu del proyecto: una mezcla de autocompasión y humor ácido que convierte el fracaso en algo casi heroico. “No se trata de rendirse, sino de aceptar el desorden”, parece decirnos, mientras la batería galopa y las guitarras dibujan líneas melódicas que podrían haber salido de un ensayo perdido de Inhaler o del Sam Fender más terrenal. Hay un pulso emocional que late bajo la superficie, un eco de esa Sevilla cotidiana (con su Alameda como testigo silencioso) que Morleys transforma en un paisaje sonoro universal. Es indie rock con alma, pero sin postureo, y eso ya es un logro en sí mismo.
Musicalmente, «Hacerlo mal» se mueve con soltura entre el nervio eléctrico del rock alternativo y un pop desenfadado que no teme coquetear con el desgarro de la producción es un punto fuerte. Junto a Kaylo, Morleys construye un sonido que equilibra lo crudo y lo pulido, dejando espacio para que las canciones respiren quizás sonando un tanto sobreproducidas. Temas como ‘El verano me sienta fatal‘ traen un aire veraniego y melancólico, con guitarras que chispean como el calor sevillano y una letra que destila hastío estacional con un sarcasmo encantador. En contraste, ‘Red Flags‘ ofrece un gancho irresistible, con un estribillo que podría llenar salas pequeñas y sudorosas, mientras reflexiona sobre la alienación con una mezcla de mordacidad y vulnerabilidad.
Las influencias son claras pero no abrumadoras. Hay guiños al nervio crudo de Jake Bugg en sus días más viscerales, al lirismo proletario de Sam Fender y a la energía juvenil de Inhaler, pero Morleys no se limita a imitar. Su voz, ligeramente rasposa y cargada de personalidad, aporta una calidez que da cohesión al disco, incluso cuando los estilos oscilan. Comparado con el folk introspectivo de su EP anterior, «Tu cuerpo menos el mío«, este álbum marca una evolución hacia un sonido más directo y extrovertido, como si el artista hubiera decidido dejar de susurrar y empezar a cantar a pleno pulmón.
Líricamente, «Hacerlo mal» es un retrato de lo ordinario elevado a arte. Morleys tiene un don para encontrar poesía en lo mundano (el calor pegajoso del verano, las relaciones que se deshacen a distancia, el pánico a lo convencional) y lo hace con una precisión que recuerda a los mejores cronistas del desencanto indie. “Aceptar el error como un componente esencial de la vida” no es solo el eje temático del disco, sino una declaración de intenciones que conecta con cualquiera que haya sentido el peso de las expectativas. Sin embargo, esa introspección a veces se queda en la superficie; las letras, aunque ingeniosas, no siempre profundizan lo suficiente como para dejar una marca duradera.
La producción, a cargo de Kaylo, es un acierto en su equilibrio. Hay momentos de distorsión bien dosificada (como en «Hacerlo mal«) que contrastan con pasajes más limpios, como el cierre melódico de ‘Solo porque juegas tú‘. Sin embargo, el disco peca de cierta uniformidad en su segunda mitad; las canciones, aunque sólidas, empiezan a fundirse unas con otras, y uno se pregunta si Morleys podría haber arriesgado más, empujando los límites de su sonido o sus emociones. Es un debut seguro, pero no siempre se siente tan valiente como su premisa sugiere.
En el fondo, «Hacerlo mal» es un álbum que se regodea en sus imperfecciones sin disculparse, y eso lo hace refrescante en un panorama indie que a veces se toma demasiado en serio. No tiene la ambición épica de un «Seventeen Going Under» de Sam Fender ni la crudeza lo-fi de un Jake Bugg primigenio, pero tampoco lo necesita. Su encanto está en su ligereza, en su capacidad para hacerte sonreír mientras asientes con complicidad. Es un disco para escuchar con una cerveza caliente en la mano, dejando que el sudor y las dudas se evaporen. Morleys no pretende cambiar el mundo; solo quiere que lo aceptemos tal como es, con todas sus grietas. Y, al menos por 35 minutos, lo consigue.