Hace un par de meses Aimarz lanzaba «Z«, su álbum debut, y ahora toca analizarlo. Lo primero que hay que decir es esto: el artista vasco no ha venido a jugar, ha venido a poner banda sonora a las inseguridades y el drama sentimental de su generación, y lo hace con una honestidad que desarma. «Z» no es un simple disco; es la bitácora emocional de una ruptura y la odisea de volver a armarse.
La inquietud de Aimarz es su mayor virtud. Este álbum es una clase magistral de cómo la Gen Z se come los géneros sin hacer ascos: salta del hyperpop más frenético al reggaeton melancólico, con un buen chute de dembow e incluso trazas sutiles de kpop. Todo compuesto y producido, en su mayoría, por él mismo. Esto no es solo versatilidad; es entender que en la era digital, la inspiración no tiene fronteras ni etiquetas.
El sonido es crudo, pegadizo y perfectamente imperfecto, capturando la energía de un proceso creativo grabado «en movimiento» entre Zumarraga y Salamanca. El artista no solo se abre en canal líricamente, sino que demuestra una ambición sonora de productor que lo coloca en la vanguardia.
El concepto narrativo es la joya del disco: un viaje emocional de doce paradas tras el desastre amoroso. Comenzamos huyendo, un momento en el que nos fugamos pero este debut te agarra desde el deseo de huir de una ciudad llena de recuerdos en ‘Z‘ y te ahoga en el vínculo tóxico de ‘aaa‘, donde nadie tiene huevos a soltar. La inseguridad de ser solo un parche se cristaliza en ‘Zenbat alditan‘. Es drama del bueno.
La narrativa da un giro de guion. ‘Janguea‘ (con Euskoprincess) es ese primer intento glorioso de salir a la calle, de sentir que el verano es un acto de libertad, aunque esté lleno de ‘Puta nostalgia‘. La llegada de ‘Entzun dezatela‘ es el puñetazo de realidad: la verdad que cuesta aceptar, que el otro te olvidó antes.
El cierre llega con ‘Urte berri bat‘ (junto a Aiert), una canción que es a la vez final y comienzo. La ruptura ya no es un punto final, sino el combustible para la recomposición.
«Z» es el álbum debut que la generación digital merecía. Aimarz no teme ser vulnerable, pero lo hace con la chulería de quien domina los ritmos que importan. Es un trabajo ambicioso, bien producido (mérito del propio artista) y con un mapa lírico tan detallado que te hace sentir que estás espiando su móvil. El hyperpop dramático y el reggaeton sentimental demuestran que la catarsis puede ser bailable. Aimarz ha inaugurado su era y ha puesto la primera piedra de lo que promete ser una carrera sin límites de género.

