El músico, cofundador de la banda junto a Fred Durst y John Otto, deja un vacío en el rock alternativo tras su muerte este sábado. Aunque no se ha revelado la causa, su batalla pasada contra una enfermedad hepática por alcoholismo añade un matiz trágico. Rivers no solo fue el bajo de éxitos como ‘Break Stuff‘, sino un pilar del sonido híbrido que catapultó al nu-metal a la dominación global de los 90 y 2000
El nu-metal llora hoy la pérdida de uno de sus arquitectos invisibles. Sam Rivers, el bajista y cofundador de Limp Bizkit, falleció este sábado a los 48 años, según confirmó la banda en un emotivo comunicado en Instagram. «Hoy hemos perdido a nuestro hermano. Nuestro compañero de banda. Nuestro latido. Sam Rivers no era solo nuestro bajista: era pura magia», escribió el grupo, firmado por Fred Durst, Wes Borland, John Otto y DJ Lethal, sin detallar la causa de la muerte. Aunque no se ha oficializado, su historial de enfermedad hepática relacionada con el alcoholismo (incluyendo un trasplante en 2015 tras dejar la banda temporalmente) proyecta una sombra de vulnerabilidad sobre esta partida prematura. Nacido el 2 de septiembre de 1977 en Jacksonville, Rivers creció tocando tuba en la escuela media junto a su amigo John Otto, futuro baterista de Limp Bizkit, y su partida deja un legado de grooves que moldearon el sonido de una generación enfadada.
Rivers no fue solo un músico, fue el pegamento rítmico que convirtió a Limp Bizkit en un huracán sonoro. En 1994, tras un breve paso por la banda Malachi Sage con Durst, formó el núcleo de Limp Bizkit junto a Otto. «Desde la primera nota que tocamos juntos, Sam trajo una luz y un ritmo que nadie podría reemplazar», recordó la banda en su tributo. Su bajo no era un mero acompañante: era el pulso subterráneo que impulsaba las letras agresivas de Durst, fusionando rap, metal y funk en un cóctel explosivo. Imagina ‘Nookie‘ sin ese groove slap que hace rebotar el bajo como un puñetazo en el estómago, o ‘Rollin» sin el bajo funky que le da alas al DJ scratching de Lethal. Rivers, con su estilo effortless , aportaba una calma en el caos, un corazón enorme que equilibraba la bravura del grupo.
Su influencia se extendió más allá de Limp Bizkit. En una era pre-TikTok, cuando el rock alternativo devoraba MTV, Rivers ayudó a definir el nu-metal como un género de mestizaje radical: hip-hop callejero chocando contra riffs downtuned, scratches de vinilo como armas y bajos que latían como venas expuestas. «Su talento era sin esfuerzo, su presencia inolvidable», tuiteó DJ Lethal, pidiendo respeto a la privacidad familiar mientras instaba a los fans a «tocar las líneas de bajo de Sam todo el día». Y es que Rivers salvó vidas con su música, como él mismo hacía con su trabajo benéfico, pero su verdadero superpoder fue hacer que el nu-metal sonara vivo, urgente y terapéutico.
Para entender la huella de Rivers, hay que desgranar el ADN del nu-metal, ese subgénero que surgió a finales de los 90 como un grito de rebeldía millennial contra el grunge agonizante y el pop pulido. El nu-metal (o «new metal») no era solo ruido: era hibridación. Tomaba el rap de Public Enemy, el metal de Faith No More y el funk de Red Hot Chili Peppers, y lo molía todo en un molino de rebeldía adolescente. El bajo, en este ecosistema, no era el rey de la melodía como en el jazz o el rock clásico; era el motor primal, el low-end que hacía que los cuerpos se movieran en mosh pits colectivos.
Rivers encarnaba eso a la perfección. En «Significant Other«, el disco que vendió 16 millones de copias y definió el boom del género, su bajo en ‘Break Stuff‘ no solo ancla el riff de Borland: lo hace saltar, con un slap bass que evoca a Flea pero con la crudeza de un puñetazo callejero. «Sam era el alma del sonido», dijo Durst en una entrevista de 2020, recordando cómo Rivers improvisaba grooves en ensayos que convertían demos crudos en himnos arena. Su técnica (mezcla de fingerstyle preciso y palm-muting agresivo) influenció a bajistas como Fieldy de Korn o Reginald «Fieldy» Arvizu, que citaban a Limp Bizkit como catalizadores de su propio caos rítmico. En «Chocolate Starfish and the Hot Dog Flavored Water«, Rivers incluso pasó a la guitarra tras la salida temporal de Borland, pero su regreso al bajo en «Results May Vary» reafirmó su rol: el tipo que mantenía el barco a flote en tormentas de egos y controversias, como las letras homofóbicas de Durst que llevaron a Woodstock ’99 al desastre.
Esta influencia trascendió Limp Bizkit. El nu-metal, con Rivers como uno de sus pulsos clave, pavimentó el camino para el rap-metal de Linkin Park –cuyos scratches de Joe Hahn deben mucho al DJ Lethal de LB– y hasta para el trap-metal actual de artistas como Ghostemane o City Morgue. En un género criticado por su machismo y simplicidad, el bajo de Rivers era la sofisticación sutil: funk para bailar la rabia, groove para exorcizar demonios. Como escribió Rolling Stone en su obituario: «Rivers trajo un ritmo que nadie podría reemplazar, convirtiendo el caos en catarsis».
La vida de Rivers fue un microcosmos del nu-metal: gloria efímera, excesos y redención. En 2015, dejó la banda por una enfermedad hepática grave causada por el alcoholismo, un mal endémico en la escena rockera. «Me sentía horrible… los médicos dijeron que si no paraba, moriría», contó en el libro Raising Hell de Jon Wiederhorn. Tras un trasplante perfecto y años de sobriedad, volvió en 2018, participando en la resurrección de Limp Bizkit con giras como la de Lollapalooza 2024. «Disfrutad cada milisegundo de la vida», tuiteó Lethal, eco de la filosofía de Rivers, quien equilibraba la fama con causas benéficas que ayudaron a miles.
Su muerte, en shock para la banda («Estamos en shock», escribió Lethal), cierra un ciclo trágico en el nu-metal, que ya lloró a Chester Bennington o Scott Weiland. Pero como dice el comunicado: «Tu música nunca acaba». Descanse en groove, Sam Rivers: el nu-metal te debe su pulso.